La experiencia de Jon

llamo Jon y soy de Bermeo (Bizkaia) y tengo cuarenta años. Vengo de una familia humilde de pescadores y campesinos, donde debo reconocer que no me faltó casi de nada, en lo que a lo material se refiere.

Con dieciséis años embarqué en atuneros con destino a África, donde debido a mantener relaciones sexuales sin medidas de protección, contraje el VIH. La primera noticia que tuve sobre mi enfermedad fue en el año 1989, justo cuando dejé de navegar y tengo que reconocer que no me impactó demasiado, pues eran tiempos en los cuales carecía de información sobre el tema, y aunque ya se estaban dando los primeros casos de defunciones por SIDA, mi adicción a la heroína me impedía tomar conciencia de lo que me podía deparar el destino.

Aquella era una época en la que las medicaciones retrovirales no estaban tan avanzadas como ahora, pero poco importaba que evolucionasen, pues jamás dejé de drogarme y estas no podían ejercer el efecto debido sobre el virus, sino más bien todo lo contrario. Con el paso del tiempo fui pasando de una medicación a otra. No las tomaba debidamente. El consumo de droga se fue acrecentando, y este cúmulo de dejación e irresponsabilidad supuso que el virus mutara en mi interior de manera más sofisticada, ofreciendo mayor resistencia a las cada vez más mermadas defensas de mi organismo.

Todos mis amigos fueron cayendo uno detrás de otro, hasta tal punto que hoy me considero un superviviente de mi generación. No comprendo bien por qué esto fue así, por qué otros sí y yo no. Por qué la muerte, que siempre me pisó los talones de las más diversas maneras, no terminaba de llevarme de una puta vez y acababa con tanto sufrimiento. Tal vez mi organismo es super-dotado en esta materia o tal vez sólo fue cuestión de suerte, de esa “suerte” que te amarra a una vida perra de la que no puedes escapar.

Omitiré mi paso por las prisiones, pues no es más que una prolongación de lo hasta aquí narrado, de toda esa miseria y abandono que no ven los que no quieren ver o los ciegos. Me situaré en el año 2006, cuando un médico me dijo que ya no quedaban tratamientos para mí y que me fuera preparando para lo peor. Me expuso con total claridad que el juego terminaba, que mis desmanes con la adhesión a los tratamientos y mi reiterada negativa a abandonar el consumo de todo tipo de drogas, habían agotado las posibilidades que la ciencia me había ofrecido durante todos esos años, en los que no hice más que expresar el más absoluto de los desprecios por la vida, sin importarme las consecuencias.

Tengo que reconocer que sentí cierto alivio en algún que otro aspecto. Estaba cansado de cárcel, de sufrir, de la soledad del despojo infectado, de las drogas que ya apenas conseguían evadir mi realidad. Un final rápido para tanta mierda se me antojaba como otro final cualquiera, dentro de mis posibilidades, que no eran demasiadas. Por otro lado, ni que decir tiene que la muerte ha sido siempre una incógnita demasiado agria para tomársela tan a la ligera, a pesar de que al ser humano le guste presumir de que tiene capacidad para aceptarla. Yo no soy una excepción y tuve miedo. Psicológicamente me vine más abajo, si cabe, y la soledad no es buena compañera para lidiar con estos toros de pitones afilados en forma de jeringuillas sangrientas.

Como consecuencia de este cúmulo de adversidades, pasé un año sin tomar medicación y por avatares penitenciarios entremezclados con el destino, acabé en esta Unidad Terapéutica y Educativa de Villabona, donde encontré otro sistema de vida diferente al que estaba acostumbrado a tener que acatar en las prisiones de las que procedía y que todos conocemos bien, aunque sea de oídas. Me chocó muchísimo que existiese un Taller de Salud Emocional, un lugar de

encuentro para personas con enfermedades como la mía o con otras diferentes, pero que en resumidas cuentas, podían compartir sus inquietudes sin tapujos y con total libertad de expresión. Un lugar donde descargar todo ese cúmulo de sensaciones negativas, que a veces sólo podemos comprender, los que por desgracia las padecemos.

Aquello era novedoso para mí y aunque aún estaba pasando el síndrome de abstinencia, me atreví a contar lo que me estaba pasando y cuales eran mis angustias con respecto a mi estado físico y de salud en general. Conseguí tomar verdadera conciencia de mi enfermedad, de que tenía que aceptar el convivir con ella, de las limitaciones que supone para mi vida. Comprendí que mi existencia podía ser un poco menos perra y que debía sembrar de flores los arenales de mi alma torturada por la incertidumbre y la sombra del “bicho” y de las drogas.

Acudí a un internista que me dio una medicación que logró estabilizar los parámetros de mis analíticas, lo cual produjo en mí sensaciones nuevas que hacía tiempo que no sentía. Comprendí que estaba equivocado con respecto a mi posición ante el asunto, que lejos de buscar la solución siempre me había dedicado a perpetuar el problema. Traté de pasar de ser mi mayor enemigo a convertirme en mi más potente aliado.

Mentiría si no dijese que es muy duro mantener esta guerra día tras día, sin tregua ni cuartel, contra el enemigo que corre por mi sangre. El cual sabiéndose inevitable vencedor fue sorprendido descuidado y vencido por mí. Trataré de seguir venciéndolo con todas las armas y argumentos que tenga a mi alcance, porque empiezo a creerme que me merezco vivir mientras me queden fuerzas para la guerra.